José Ramón Martínez Torrecilla, Licenciado en Humanidades y Funcionario de Prisiones, subió al escenario del salón de usos múltiples cuando su amigo, Julián Recuenco, lo anunciaba por megafonía. No pudo elevar el atril para colocar sus folios al alcalde de su vista pero le dió igual porque, como dijo, estaba entre los suyos, en familia. Quizás por eso, y por el ruido ambiental humano que siempre está presente, pidió silencio para un pregón, el suyo, que llegó directamente al ñlugar en donde estallan las emociones.
El Pregón
Buenas tardes, autoridades y gran familia de Navalón. Y digo familia, sí, porque así os tengo. Somos el pueblo de los Saiz, Mariana, Torrijos, Torrecilla, Martínez, Grande, Mata… Un pequeño pueblo de la baja serranía conquense en el que la mayor parte de sus hombres y mujeres se casaron entre sí, por lo que de alguna forma todos somos familia.
Lo primero que debo hacer es presentarme: Creo que todo el mundo me conoce: soy José Ramón, aunque casi todos me conocen como Pepe. O dicho de otra forma: soy uno de los gemelos de Florencio y Angelita. Y es que, en el pueblo no te quitas “el de “ hasta que tienes hijos que pasan a ocupar ese lugar. Antes de ser padre eres “el de la Mercedes”, “la de la Maria Luisa”, “Los de la Vitoria”, y así hasta que ya eres padre, y por tanto, ahora mis hijos son “los de Pepe”.
Nuestro pueblo sufre un clima extremo y una compleja orografía que condiciona una agricultura de baja productividad. La agricultura era la principal fuente de subsistencia de los que ahora sois abuelos, pero aunque decís que no pasasteis hambre, tampoco vinieron los reyes magos cargados de regalos. El caso es que llegó la industrialización de las principales ciudades de España, y emigrasteis a las zonas obreras de Madrid, Valencia y Barcelona, dejando en el pueblo a sus mayores o a unos pocos que por edad ya no quisieron o no supieron desprenderse de este lugar.
Fruto de esa emigración fueron mis padres, quienes se marcharon a Madrid. No recuerdo por tanto mi primer contacto con Navalón, pero me contó mi abuela Alejandrina que mi hermano y yo vinimos con unos “baberos” muy majos y que entramos gateando en el cuarto donde se encontraba la “ablentadora”. Tras entrar con nuestros inmaculados baberos salimos llenos de “gallinazas”, pues así llamaban a los excrementos de gallina.
Por el hecho de ser gemelos, y que no nos estábamos quietos, todo el mundo nos conocía. Así, en una ocasión, Gabi me preguntó: “¿Tú eres el hijo malo de Cascorro? Evidentemente dije: yo no; ése es mi hermano.
Como veis, he comenzado hablando del pasado, y del pasado podría estar hablando sin parar, pues lo vivido, vivido está. Pero he reflexionado sobre cosas aprendidas en Navalón, y siempre, desde un aspecto divertido, os contaré algunas de ellas:
Una de las cosas que descubrí en Navalón era cómo trataban a los animales. Hoy en día los dueños llevan a sus mascotas al veterinario, al psicólogo e incluso hacen cursos de adiestramiento. Antiguamente yo acompañaba a mi abuela a la corte -pues así se llamaba el lugar donde se encontraba el rey de la casa-. Este sitio, junto con la cuadra, hacía las veces de servicio. El Ambipur allí no tenía demasiado efecto, la verdad. Al gorrino lo llamabas… “chino” “chino”, y el “desgraciao” acudía. Si hoy en día llamas así a un gorrino provocas un conflicto internacional.
Las gallinas atendían por “ticás” “ticás” o “pitás” “pitás.
¿Y los perros? No sufrían estrés. Les echabas los huesos y se relamían. Volvían a ti como un hijo tonto y les gritabas… “Tuso atrás, copón”.
Hoy en día la gente recicla: lleva esto al contenedor amarillo; esto otro al verde; el aceite hay que echarlo al contenedor naranja… Para reciclar bien en Navalón. De una lata de aceite del tractor te hacían un recogedor; de una lata de aceitunas “La Española” una maceta; de la grasa de los chorizos hacían jabón. Eso era reciclar… No había desperdicios. Las pocas sobras que quedaban iban para los animales, y las que no, a la cuesta.
Fulano y fulana “se hablan”. Eso se lo dices a un joven hoy en día y entiende que se mandan mensajes por Whatsap. Pues no. Esa era la forma de decir que a cierta edad los cuerpos se hermanan, y que a los mozos y a las mozas, además de bailar juntos, les gustaba darse un restregón en la era.
En aquellos tiempos no había discriminación positiva, cuotas de igualdad ni corresponsabilidad en las labores domésticas.
¡Qué mujeres estas de Navalón! Se habían levantado, habían encendido la chimenea, habían puesto el puchero, habían bajado a regar el huerto, habían hecho la comida, habían atendido a los animales. Y cuando llegaba el marido decían al hijo: “deja ese rincón a padre que viene cansao”. “Cansao decían”. Acojonante, ¿a que sí?
Los hombres mataban al cerdo y se convidaban con una copa de anís y unos mantecaos. Mientras, las mujeres a lo suyo: a mover la sangre del gorrino con el brazo para hacer las morcillas y después a bajar al Vadillo con las tripas para lavarlas en el agua “helá”. Discriminación dicen hoy en día… Eso sí, las dejaban que se pusiesen en los bancos delanteros de misa.
Otra cosa que descubrí en Navalón fue saber que hay personas con nombres muy curiosos. A los varones les llamaban Florencio, Crescencio, Orencio… Os juro que es verdad. ¿Pero estos hombres tuvieron infancia? Yo creo que nacieron siendo mayores.
Navalón me aportó un lenguaje único: la fresquera. Piensas que debe ser una zona llena de hielo en la que te echas un cubata o una cerveza como en los anuncios. Pues no. Era una caja con una red para que no entrase la mosca a la carne.
He conocido a gente que me dice que parezco de otra época. Que me gusta mucho lo antiguo. Creo que el origen está en haber conocido las penurias de un pueblo de la España olvidada. Gracias a Navalón sé lo que es una barchilla, una piquera, un badil, un tornajo, un atroje… Palabras como abocicar, aparar, gunchar…
En una ocasión pregunté a un compañero si sabía lo que era una nasa y me dijo que era la agencia aeroespacial de Estados Unidos. No me digáis que no se merecía una “guantá”. Para los más jóvenes… Una nasa era una cesta como la que usan los faquires para que salga la cobra, pero a lo bruto, que se utilizaba para guardar el pan.
De todas estas “tontás” que os cuento, quiero destacar la importancia que tiene para los niños tener un pueblo. ¿Sabéis por qué? Porque un pueblo les ofrece libertad. ¿Y qué mejor forma de crecer que siendo libre? Sinceramente, pienso que todo niño debería tener un pueblo para disfrutar de su infancia.
Hoy en día el pueblo dispone de unos columpios y una pista de fútbol, lo cual me parece maravilloso. En los años ochenta teníamos que recurrir a nuestro Aquópolis: el pilón. Allí había porquería para aburrir. Te metías pensando que eras Tarzán y salías como la mona Chita.
También disponíamos de colchonetas: las alpacas. Saltabas en ellas un buen rato y salías con una picacera como la sarna.
Nuestros columpios eran los arados y las vertederas: te subías en ellos y pensabas que eras Koyi Kabuto manejando el Mazinguer Z o Michael Knight conduciendo el coche fantástico.
Éramos un grupo numeroso de críos, donde conocí a los dos amigos más antiguos que conservo: Nórber, un tipo que parece un luchador de sumo pero con un corazón como el neumático de un tractor, y Miguel “el Rubio”, que de chavalín era más malo que el sebo de rata pero también más fino que el coral.
Esta forma de vida, de la cual estoy muy orgulloso, nos ha ofrecido algo esencial: HUMILDAD. En un pueblo en el que hemos visto las penurias que han tenido que pasar nuestros padres y abuelos, y cómo han logrado con su esfuerzo que sus hijos y nietos tengan una vida mejor que ellos, no podemos sino agradecerles todo lo que hicieron.
Sobre el presente de Navalón, me pregunta la gente cómo es mi pueblo. Yo les respondo que en invierno hay más gatos que personas. Vas a tirar la basura y te reciben con una mirada desafiante en la que te dicen: o nos echas de comer o de aquí no sales vivo.
Pero Navalón ya no es el pueblo de los años setenta que recordaba la canción de José Luis Perales “Mi pueblo se está muriendo”. Estamos en el 2022, y Navalón no está muerto porque sus descendientes no lo permitimos; porque somos el 112 que lo mantenemos vivo con nuestra presencia en estos días y con iniciativas como la recuperación de la Asociación Cultural “La Muela”. Nuestros padres y abuelos nos transmitieron un sentimiento de pertenencia; un orgullo de casta, pues si el conquense José Luis Col decía que pocos pueden decir que son de Cuenca, yo digo que muy pocos tenemos el privilegio de ser de Navalón.
Pero estoy aquí para hablar de las fiestas del pueblo; para pregonar y daros la bienvenida; para abrir unos días de fraternidad, de reencuentro y de alegría. La esencia de las fiestas sigue siendo la misma que viví en las escuelas, solar donde nos encontramos. Aquí los jóvenes servían cervezas y mirindas traídas de Cuenca y sonaba el acordeón de Cañamón. Los abuelos de hoy en día eran los jóvenes de entonces, y los niños de aquel tiempo somos los padres de ahora.
Hoy en día el baile por excelencia de nuestras fiestas es el Coyote. En los años ochenta fueron Los Pajaritos y más tarde Los Patitos. ¡Sorprendente! Todos son animales: pajaritos, patitos, coyote. ¡Estos de Navalón son un poco raros!
Las fiestas de hoy en día conservan la esencia de las de antaño, y aunque no son tan grandiosas como cuando teníamos una vaquilla con una improvisada plaza en la era de Arturo, aún mantienen el recuerdo de la iglesia del pueblo llena de gente cantando bonitas canciones de misa que tan alto suenan estos días. Nos seguimos emocionando cuando vemos salir a nuestro Cristo de la Fe con su pan y sus uvas, y a Nuestra Virgen de Tejeda, acompañada en los últimos años por hermosas bandas, pero sin contar con los cohetes que nuestros improvisados pirotécnicos lanzaban. ¿Os acordáis que un año se metió un cohete en un pajar?
Sobre el futuro de Navalón poco se puede decir. Hemos pasado dos años de dura pandemia que han sesgado la vida de gente muy querida para nosotros, pero la vida sigue. Los jóvenes navaloneros; los del pleito al sol; los de la cuesta, deberán tomar el relevo. Tengo confianza en un grupo de jóvenes maravillo. Por supuesto me refiero al grupo de las gemelas. Os confieso que siento auténtica admiración por estos chicos. Cuando la gente se mete con la juventud, yo pienso en vosotros y me digo: ¡Qué equivocados están! Sois enormes. Me encanta cómo os lleváis; cómo os juntáis chicos y chicas y con qué cariño os tratáis; la cantidad de veces que venís al pueblo. Me fastidia, eso sí, ver a los chicos jugar al cubilete. Dejad el cubilete y haced más caso a las muchachas, a ver si viene ya algún crío, que sin niños el pueblo se muere, pues el mayor tesoro que podrá tener Navalón será su capital humano.
Ya sabemos que Navalón es un pueblo pequeño, pero ofrece multitud de oportunidades: tranquilidad para los mayores, diversión para los adultos y libertad, como os decía, para los más pequeños. ¿Para qué vamos a buscar alojamientos rurales que nos cuestan un buen dinero si lo tenemos todo en nuestro pueblo? Contamos con Julián que se presta a venir en cualquier momento. “Si a mí no me cuesta”, me dice siempre. Apelo por tanto a que subáis a merendar con los amigos; a que disfrutéis de nuestros paisajes, a que traigáis a vuestros hijos y a que sigamos unidos, no solo en las fiestas, sino para toda la vida, pues quien reniega de sus orígenes, reniega de sí mismo.
Y para finalizar el pregón, por los que ya no están, por los que somos y por los que vendrán, os pido que gritéis conmigo:
¡VIVA EL SANTO CRISTO DE LA FE!
¡VIVA LA VIRGEN DE TEJEDA!
¡VIVA NAVALÓN!